Texto por Rosa Queralt
El retrato como forma de discurso, como lenguaje y como sistema de signos.
Este cruce que a Roland Barthes le parecía consustancial al retrato fotográfico -un “cuadro viviente”, según sus palabras- podría aplicarse perfectamente a los numerosos dibujos y pinturas que Idoia Montón ha consagrado al género, con ejemplos realizados en Bilbao, Donostia o Barcelona. Una dedicación lógica para quien quiere hacer del arte algo vivo. El retrato o el autorretrato no comparten, en su caso, un lenguaje común, no hay afinidades estilísticas entre ellos en el plano formal. Tampoco las fuentes se repiten: unos proceden del natural, otros parten de fotografías y otros tienen su origen en una imagen de vídeo o de televisión. Y lo mismo sucede técnicamente: utiliza lápiz, pincel, pluma, bolígrafo, tinta, cera, óleo o acrílico.
A través de estas composiciones desfilan distintas tipologías, aunque en general próximas afectivamente, si bien algunas veces la elección puede estar determinada por intereses puramente artísticos. Los detalles y matices –rostro, actitud, gesto, situación o decorado- están condicionados tanto por los elementos que intervienen durante la ejecución como por las mismas exigencias del retrato y de la respuesta sentida y demandada en aquel momento por el personaje. Las pinturas, cuyo trazo es preciso y potente, y más elaborada la densidad expresiva, resumen las aspiraciones y convicciones de la artista en su aproximación a un riguroso realismo, mientras los dibujos –especialmente las ceras y quizás por la inmediatez del procedimiento- esbozan emociones, sentimientos y la serenidad en el dolor propios del simbolismo.